"El temor a morir nos impide disfrutar plenamente de la vida"

Vivimos en una sociedad que habla cada vez menos de la muerte y, paradójicamente, parece tenerle cada vez más miedo. Se la oculta, se la esquiva, se la convierte en un tema incómodo que solo aparece cuando irrumpe de manera abrupta. Como si no nombrarla pudiera mantenerla a distancia. Sin embargo, esta negación constante no nos protege: nos empobrece. El temor permanente a morir termina condicionando la forma en que vivimos, hasta el punto de impedirnos disfrutar plenamente de la vida.

Ese miedo se manifiesta de muchas maneras: en la obsesión por la seguridad absoluta, en la necesidad de controlarlo todo, en la dificultad para asumir riesgos emocionales o vitales. Evitamos amar intensamente, cambiar de rumbo, decir lo que pensamos o lanzarnos a experiencias nuevas, porque siempre hay algo que perder. Así, la vida se convierte en una espera prudente, en una administración calculada del tiempo, como si el objetivo fuera llegar intactos al final.

Pero quizá deberíamos aceptar una verdad incómoda: el miedo a la muerte es el valor a la vida. No porque debamos vivir angustiados, sino porque reconocer nuestra finitud nos recuerda que cada momento cuenta. Cuando olvidamos que el tiempo es limitado, postergamos lo importante, toleramos lo que nos apaga y dejamos para después aquello que nos haría sentir vivos.

Aprender a convivir con la idea de la muerte no implica resignación, sino lucidez. Nos permite priorizar, elegir con más honestidad y vivir con mayor intensidad. Tal vez el verdadero problema no sea morir, sino pasar por la vida sin haberla habitado del todo.