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En memoria de Stephen Hawking

Eran las siete de la mañana cuando oía la noticia en la SER. El físico británico Stephen Hawking había muerto. Su cuerpo era una casa en ruinas que albergaba una mente colosal y un espíritu maravilloso. Su prodigiosa inteligencia le permitió dibujar el tiempo y abrir las puertas del cosmos con todos sus elementos. Sus palabras y conceptos en la Historia del tiempo revolucionaron nuestra manera de entender el cosmos y nos trajo la música del inicio del universo.

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En su rostro había muchos rostros; en su cuerpo, muchos cuerpos y cuando le contemplábamos advertíamos en su mirada el espejo del cielo. Stephen Hawking fue una mente brillante y extraordinaria, uno de los grandes científicos de todos los tiempos. Su valentía, humor y determinación para aprovechar al máximo la vida fue una inspiración.

Como señaló Carl Sagan, se embarcó durante toda su vida en conseguir dar respuesta a la pregunta de Einstein sobre si Dios tuvo alguna posibilidad de elegir al crear el universo. Su búsqueda fue un intento de comprender el pensamiento de Dios. Y esto hizo que fuese totalmente inesperada la conclusión de su esfuerzo, hasta que concluyó en un universo sin un borde espacial, sin principio ni final en el tiempo y sin lugar para un Creador.

Su ausencia nos queda cerca, como un vacío que de por vida y al instante nos viste por dentro. Se enfría la música del universo y se hiela hasta el silencio. ¡Qué solos nos deja el genio!

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