¡Que el teatro nunca muera!

Voy a tomarme la confianza de recetarles la mejor medicina para evitar depresiones, enfermedades o para frenar el pesimismo vital: el teatro. No tiene contraindicaciones ni efectos adversos graves, salvo una obsesión por localizar la próxima obra que ver, el próximo taller de interpretación en el que participar o quizá, de manera extrema, la idea de presentarse a las pruebas de la RESAD.

Gracias a la educación que he recibido en casa, el teatro ha formado parte de mi vida desde que tengo uso de razón. Mis padres me solían llevar a la sala Sanpol, en Madrid, casi todos los meses y a mí me apasionaba no solo por las chocolatinas que repartían al final de cada función, sino por la alegría que transmitían esos artistas que se desvivían por su oficio.

Los domingos pasábamos las mañanas viendo títeres en el Retiro. Y en el colegio disfrutaba participando en todas las obras de teatro. Los papeles que interpreté fueron Urano, en la función sobre los planetas, Caperucita Roja en la representación del anticuento donde el lobo era el sumiso, y cómo olvidar el papel de pastora en el Belén de las Navidades de los 90.

Ya en el instituto, me sumergí en el teatro clásico: El perro del Hortelano, Hamlet, La Celestina, La Vida es Sueño, Fuenteovejuna… En la universidad, participé en el aula de Teatro y con mis compañeros creamos nuestra propia obra: Noticias futuras a partir de unas reflexiones del filósofo español Santiago Alba Rico: Privatizan las palabras, Huelga de esqueletos.

Ya a partir del 2000, descubrí a la compañía teatral RON LALÁ, unos rebeldes sin causa que cargaban el ambiente de carcajadas en pequeñas salas de teatro. La frase “si dentro de un limón, metes un gorrión, el limón vuela” definiría su carrera profesional, pues estos gorriones dramaturgos, músicos, actores, críticos y autores de una identidad a la altura de les Luthiers, Els Joglars y los Monty Python vuelan ya muy alto. Es emocionante haberles visto madurar artísticamente con el paso de los años sin fallarse a sí mismos. Son la personificación del esfuerzo, de la inteligencia, del sarcasmo y la sensibilidad.

Gracias, RON LALÁ, por acercar a los clásicos al gran público con el respeto que se merecen, por innovar, por sazonar todas vuestras creaciones con vuestro particular sentido del humor y por endulzarlas con vuestra delicadeza y amor.

Es evidente que el teatro está vivo, que no ha de morir y que nosotros, como actores de nuestra propia vida, tenemos una gran responsabilidad: debemos inculcar este arte a nuestras futuras generaciones.