"En un mundo donde se premia al que grita y se ignora al que piensa hacía falta un apagón"

Se apagó parte de Europa. Las pantallas se tiñeron de negro, las neveras enmudecieron y los relojes digitales olvidaron la hora. España se encontró de pronto entre sombras, como si el cielo dijera: "¡Basta! ¡Silencio!". Y en ese silencio obligado se abrió una rendija para escuchar lo que no suele sonar entre tanto ruido.

A veces, cuando se va la luz, uno se ve obligado a mirar hacia dentro. Apagamos los focos, los titulares, las guerras de pixel y la propaganda. Y vemos, de golpe, que el mundo también está en guerra, pero no solo en las trincheras de Ucrania, en los escombros de Gaza o en las calles de Sudán. Hay un conflicto más profundo: el del alma humana contra sí misma.

Porque este apagón eléctrico que nos sorprendió no es más que un guiño del destino. Un espejo de ese otro apagón que necesitamos: el apagón de las armas, de la codicia, del odio sembrado a diario en los informativos, en los parlamentos, en las redes que no nos conectan sino que nos enfrentan.

Vivimos en un mundo donde se premia al que grita y se ignora al que piensa, y quizás por eso hace falta un apagón. Uno que nos devuelva el silencio, que nos recuerde que sin luz artificial aún existen las estrellas. Que la claridad no siempre viene al encender un interruptor.

Hoy me atrevo a soñar con un gran apagón internacional. Que se fundan los discursos de guerra. Que se caigan las redes del odio. Que se silencien los cañones y se iluminen las conciencias. Porque solo cuando apaguemos los conflictos -los de fuera y los de dentro- podrá volver la luz de verdad.

No la de las bombillas, sino la otra. Esa que no se ve pero se siente. La que enciende la compasión, la justicia, la paz. La que no depende de transformadores sino de corazones transformados. Y en ese día, cuando el mundo por fin se apague, será entonces cuando la luz se encienda.