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Echo de menos todo lo que no se puede comprar con dinero

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Cómo ha cambiado nuestra vida en tan poco tiempo. De un día para el otro, lo que era insignificante ha pasado a tener sentido. 

Recuerdo que hace solo unas semanas el maldito despertador sonaba a las siete de la mañana... Dúchate, arréglate, prepara tu primer café del día, abrígate, sal a la calle y goza de tu rutina de cada lunes por la mañana. Ahora mismo, echo de menos esos despertares: el sonido de ese despertador cuando apenas hay luz en la calle, el escalofrío antes de entrar en la ducha y el sonido de la tetera acompañado del aroma del café matutino que te invita a vivir un nuevo día.

También echo de menos la rutina de ir a clase, tener compañeros con quién reír o contarles la experiencia más insignificante del fin de semana, contar con ese profesor explicándote el contenido de la materia, aquel otro con quien hablar y dirigirte en persona... y no a través de una pantalla porque realmente no es lo mismo. A lo mejor, para valorar esos pequeños detalles debíamos, y debemos, saber qué es estar encerrado las 24 horas día tras día.

¿Ahora quién no se siente atrapado en una jaula sin saber qué es la libertad? ¿Ahora quién no valora qué es la vida? ¿Ahora quién no aprecia su día a día, su rutina? Muchos de nosotros, a lo mejor, jamás habíamos valorado lo que teníamos. Y no me refiero a lo físico, no estoy hablando de materialismo; hablo de algo superior a lo material: la salud, la familia, la amistad, la felicidad, el amor y muchas más cosas que no se pueden comprar con dinero.

En estos días, todo ha cambiado. Si ha sido para bien o para mal no lo sé, pero sigo nostálgico por esas tardes de cervezas con los amigos, las risas y las quedadas bajo el puente de Triana, esas fiestas que te pegabas por la noche sin parar de bailar tu canción favorita... Quién no echa de menos el abrazo de sus seres queridos, las comidas y cenas con la familia, las visitas a casa su abuela...

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