"Quedarse también es futuro"

Tengo 25 años y, en cuestión de meses, he visto marcharse (o prepararse para hacerlo) a un buen porcentaje de mis amistades más cercanas. Gente formada en la escuela pública, con carreras, másteres, idiomas. Chicas y chicos que hubiesen amado poder quedarse aquí. Pero, para independizarse y tener una vida digna, acaban mirando vuelos a Suiza u otros países, donde el salario paga algo más que el alquiler y un poco de miedo.

No es solo la “fuga de cerebros”. Es la fuga de biografías. Detrás de cada billete de ida hay una inversión colectiva que no vuelve: profesores, becas, sanidad, bibliotecas. Y también hay algo íntimo que se rompe: las redes de cuidados, las amistades, las familias que se quedan con sillas vacías en los cumpleaños.

Yo no me quiero ir. Y a veces me preguntan cómo defiendo mi decisión de quedarme. La defiendo diciendo que quedarse también es un proyecto. Que no es inmovilismo o falta de ambición, sino una forma de compromiso: pagar impuestos aquí, construir aquí, exigir aquí. Quedarse no es conformarse; es pedir que un trabajo pague una casa, que la investigación no sea una promesa, que la cultura no sea un lujo, que la conciliación no sea una leyenda urbana.

Sé que irse puede ser un acto de dignidad. Quedarse, también. Pero si este país acepta como normal que sus jóvenes solo puedan vivir bien en otro sitio, entonces lo que se expulsa no es a una generación: es su futuro.

Ojalá dejemos de celebrar la resiliencia y empecemos a garantizar lo básico: salarios que permitan vivir, alquileres habitables, carreras con horizonte. Para que quien quiera irse lo haga por deseo, y quien quiera quedarse no tenga que justificarlo como una rareza.