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"¿Qué futuro construimos si desde la educación no dejamos que crezca el pensamiento libre?"

En un país donde la educación debería ser el pilar del progreso, la realidad en las aulas -desde la infancia hasta la universidad- habla de otra cosa. Basta con sentarse una o dos horas en cualquier centro educativo para comprobarlo. Lo que debería ser un espacio de descubrimiento y pensamiento libre se ha convertido en una estructura sellada, incapaz de adaptarse. Un sistema que, como un edificio de cemento armado, se mantiene en pie solo porque se niega a transformarse.

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Durante décadas, cada gobierno ha dejado su huella no con proyectos de futuro sino con parches ideológicos: como losas que intentan cubrir la grieta, maquillan la fachada. Pero aunque el muro aparente solidez, el agua se filtra, silenciosa, por dentro. El resultado no ha sido una evolución, sino una acumulación de reformas superpuestas, desconectadas, que han hecho del sistema un terreno de disputa simbólica más que pedagógica. La educación se ha encerrado en sí misma.

En ese entorno hermético, la diversidad molesta. Se impone la homogeneidad. Estudiantes brillantes, con sed de aprender y con grandes cualidades que sobresalen son obligados a encajar en moldes estrechos. Como pequeñas plantas que brotan entre las grietas, florecen un instante, hasta que se marchitan o se podan. Incomprendidas, en muchas ocasiones esas mentes prodigiosas, acaban abandonadas a su suerte en un sistema hermético que no las apoya.

El profesorado también resiste. Enseña con vocación, pero a contracorriente. Entre normativas absurdas y burocracias asfixiantes, muchos terminan agotados. Algunos se adaptan. Otros se van. Unos pocos luchan. Desde fuera, se habla de innovación o excelencia. Pero dentro, el sistema premia la obediencia, castiga la diferencia y la excelencia. Se uniforma. Se silencia.

Y entonces, la pregunta es inevitable: ¿Qué futuro construimos si dejamos que la educación se convierta en una fábrica de silencios donde el pensamiento libre no puede crecer?

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