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Pienso en ustedes a menudo. Hasta ahora he escuchado, preocupado y atento. Pero lo que más me ha impresionado es, precisamente, el silencio. Silencio en conversaciones que antes eran asiduas y libres con amigos y compañeros, como si nos observásemos desde dos trincheras y comenzásemos a romper también los vínculos entre nosotros. Y otro silencio lleno de significado.

Verán, recuerdo Zaragoza mientras escribo, un lugar con fuertes sentimientos por lo que está pasando. La razón no es el espacio compartido con sus ciudades y pueblos durante novecientos años. Zaragoza está entre Madrid y Barcelona. Como para demostrarlo, en sus escuelas se ven, en número idéntico, camisetas de sus principales equipos. Para muchos son el lugar donde desarrollar actividades allí imposibles sin salir de casa, que es como las perciben. Todos tienen parientes que marcharon y marchan a trabajar unos kilómetros al este. Hay algo natural en ese viaje. Por eso, esto no se vive como algo ajeno, ni vecino, sino propio, que la palabra escrita no ha sabido reflejar. Es fácil transcribir a quienes se exaltan y desempolvan agravios: autarquías impuestas, aseguran, para favorecer a determinados industriales, zonas francas que vaciaron los lugares donde no se construyeron… Es más difícil reproducir el sentimiento de esa mayoría que sólo es capaz de darlo a entender con una mirada al cerrar el periódico y, a menudo, dos simples palabras, qué pena… cuyo significado únicamente se comprende pesando ese gesto final, ese silencio…

No estoy seguro de saber explicarlo. Hace poco, alguien recordaba conmigo cómo se había sentido en el noventa y dos. Mil cámaras enfocaban un estadio en el que no había puesto un pie y era, de algún modo, él acogiendo al mundo, enseñándole su casa. Recuerdo algo parecido… Es también eso. Y también, en mi caso, pensar en Ricardo, Isabel, Sonia, Xavi, Marc, María, en la naturalidad con la que nos fuimos encontrando sin que nadie nos advirtiese de que existía una frontera entre nosotros… Porque no es sólo que yo sea un extranjero para ustedes, o en las calles en las que no lo concibo, sino comenzar a sentirme extranjero en mis recuerdos. Pienso que es eso también.

Sé que extranjero no es un insulto. Lo soy para muchos a los que tengo suerte de llamar amigos, pero lo soy cada día menos. Me apena que nos suceda lo contrario, cuando he visto tantas veces, a muchos kilómetros, con cuánta facilidad nos reúnen costumbres, formas de ver la vida y hasta horarios, en los grupos de los que sigo formando parte y en los que nos reconocemos personas como ustedes y personas como yo. Mi patria es esta realidad que vivo cotidianamente, ni himnos, ni aniversarios, esta realidad cuya falta me obligaría a reinventarme. Si en cada uno hay algo de su país, en mí hay definitivamente una parte de ustedes.

No me entiendan mal, sé de qué hablamos. Un Estado no es un grupo de amigos, ni un matrimonio, ni un pueblo. Es mucho más simple, un espacio de derechos y solidaridad. Por eso siempre es traumático deshacerlos. No quiero olvidarme de que también es un trasplante entre los hospitales de Lorca e Irún, o que un profesor de Vielha pueda enseñar en Barbastro, o el obrero de Martorell retirarse en Talavera, o el niño de Gandía convertirse en juez de Haro. Vivimos en un continente donde podemos ser ciudadanos en lugares de los que nos separaban aduanas en los buenos tiempos y obuses en los malos. Pero las fronteras no son imaginarias. Todavía entorpecen el contacto y el intercambio y en su interior muchas cosas resultan más difíciles para los extranjeros. Por eso tengo más amigos del lejano Tenerife que del Pau vecino. Compartimos un ámbito hecho de experiencias comunes, de redes de compañeros que comercian o discuten, de películas, de libros, de personas sintonizando a la misma hora un solo partido o dos tertulias antagónicas.

Es difícil imaginar qué hubiese pasado de no haber recorrido tanta historia juntos, trabajado juntos, sufrido juntos, celebrado juntos. Ustedes tendrían quizá otro acento y los niños de Zaragoza camisetas de un solo equipo. Pienso que ellos y yo seríamos más simples, estaríamos más convencidos de lo hermoso de nuestra lengua, ideas y mundo. Lo importante es que no quiero eso para mis hijos. No sabría explicarles que vengo de un lugar mejor. Y entiendo muchas cosas, no crean. Entiendo que el orden se tambalea – ¿cómo definir esta época en que tantos tienen miedo? – y dan ganas de cambiarlo todo al comprender lo que ha sucedido, a veces a nuestra espalda y otras con un aplauso que nos avergüenza mientras soñamos con estructuras limpias y modernas que nos permitan dar lo que damos en tantos sitios. Eso o, al menos, tener trabajo. Eso o, al menos, que no vuelvan a gobernarnos multiganadores de lotería, ni familiares de cien bedeles de ayuntamiento, ni turistas en cuyas bolsas de basura se esconden las razones de nuestras infraestructuras. Entiendo perfectamente querer romper con ello, pero no concibo que podamos mirarnos a los ojos y decirnos, no te conozco, sólo somos dos extraños.

Algunos de ustedes me explican que si llegásemos a serlo cabría reconstruir parte de lo que tenemos. Temo que olviden que, de un día para otro, competiríamos en casi todo ¡somos tan parecidos! Intuyo que, en este lado, se exigiría poner el contador a cero, cortar, en interés de todos, un puente que cruzan muchos más bienes en un sentido y dinero en otro. Comenzaría un tiempo maldito de nosotros y vosotros sin plazas para encontrarnos, la coexistencia de los hermanos que dejan de hablar por un testamento.

Se preguntarán por qué les escribo. Lo hago para transmitirles este sentimiento que compartimos otros millones a los que es difícil oír. No es tristeza, aunque sea triste, ni temor, sino algo más profundo, un sentimiento de desperdicio, como caminar entre los tocones de un bosque quemado. Para vaciarme de él, soy mejor cuando vuelvo a confiar en la fuerza creativa de nuestra convivencia. Para no olvidar que es posible preservarla sin renunciar a cada lengua, a la promoción económica y social de la gente en cada territorio, al reconocimiento de cada cultura mestiza de las que bebe nuestra cultura común. Lo hago sabiendo que ya se ha roto algo entre nosotros, pero, consciente de que mis propias roturas han cicatrizado, con la esperanza de contribuir a enterrar nuestras diferencias en una cicatriz hecha de la piel de ambos, que permita no dividir ninguna identidad. Con la esperanza, en fin, de que, si diversas son las gentes y las hablas, convengan muchas palabras comunes a nuestro entendimiento, cuando, como estas que les dirijo, salen del corazón.

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Aitor Montesa Lloreda

Letrado del Tribunal General de la Unión Europea