Una solució per a Catalunya

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Nuestro país está atravesando la crisis económica más profunda y duradera desde la recuperación de la democracia. Las consecuencias sociales de ésta, así como de las políticas que en este contexto de crisis se han venido aplicando, han sido y son devastadoras, en términos de desigualdad, precarización y pérdida de derechos sociales.

Pero la crisis no es tan sólo económica y social. Existe entre muchos ciudadanos, por múltiples y distintas razones, un profundo malestar con el funcionamiento de nuestra democracia, que incluye una insatisfacción con el modelo de organización territorial de un Estado complejo y plural como el nuestro.

A su crecimiento la derecha española está contribuyendo con la aplicación de unas políticas que, en su conjunto, suponen una involución democrática y una ruptura de los consensos constitucionales, al vaciar de contenido el programa social de la democracia con los recortes, al dinamitar el modelo laboral, al restringir los derechos civiles y al pretender un modelo territorial que tienda de nuevo al centralismo.

La izquierda no sólo debe combatir estas políticas, y revertir cuantas estén a su alcance, sino que debe impulsar una profunda transformación de nuestra sociedad para construir una democracia avanzada, en la que crear condiciones de igualdad --y con ello, para una auténtica libertad-- sea el centro de la preocupación y la acción de los poderes públicos, asegurando a la vez un desarrollo sostenible.

En Catalunya existen, entremezcladas y a veces superpuestas con las generales causas de descontento, otras específicas, relacionadas con el devenir de su proceso de reforma estatutaria, con el funcionamiento de su autogobierno y con la relación de Catalunya con el conjunto de España. Como fruto de ello, el independentismo ha cogido fuerza, pero más allá de éste existe una reivindicación ampliamente compartida: la de dar a los catalanes la oportunidad de expresar en una consulta cuál es su opinión respecto a su futuro político colectivo.

El independentismo ha cogido fuerza, pero más allá de éste existe una reivindicación ampliamente compartida: la de dar a los catalanes la oportunidad de expresarse en una consulta

El PP, que en su momento atizó, con inenarrable injusticia e insensatez, pero con una evidente ansia de obtener rédito electoral, una vasta campaña contra el proceso de reforma del Estatut, actúa ahora de nuevo con pasmosa irresponsabilidad, pretendiendo hacer pasar por firmeza su inacción y falta de cintura y finura política.

El inmovilismo, la política del portazo, y el esperar a que el tiempo pase no aportarán ninguna solución. Al contrario, esta actitud del PP, con Mariano Rajoy a la cabeza, no sólo delata su incapacidad y falta de liderazgo, sino que está envenenando una situación ya de por sí muy compleja. Por otra parte, el bloque soberanista catalán, más transversal ideológicamente, se adentra en el unilateralismo y la aceleración de los ritmos, lo que tampoco contribuye a hallar soluciones.

Cualquier solución que se halle debe basarse en el principio democrático y en el respeto al principio de legalidad, es decir, el respeto al Derecho, lo que no implica la rigidez propia del legalismo formalista, sino lealtad al Estado de Derecho, y eso exige lealtad, si se estiman necesarias reformas, al procedimiento de reforma de la ley, incluida la Constitución.

Debe establecerse, entre las instituciones catalanas y las del conjunto de España, un diálogo leal, sincero y presidido por la claridad, en lo referente a las relaciones de Catalunya con el conjunto del Estado.

Debe establecerse, entre las instituciones catalanas y españolas, un diálogo leal, sincero y presidido por la claridad

Para que este diálogo esté presidido por la claridad, resulta imprescindible discernir algunos aspectos que en el debate público sobre esta cuestión están siendo mistificados, a menudo arteramente, de tal forma que dificultan de hecho hallar una solución política.

El pueblo catalán se gobierna a sí mismo. No sólo mediante la autonomía política de sus entes locales, sino también mediante el gobierno autonómico de Catalunya, así como mediante su participación, como integrante del pueblo español que es, en las instituciones que éste se ha dado para el gobierno común.

Aunque no pueda extenderme en este artículo en los argumentos jurídicos que lo sustentan, lo cierto es que no existe como tal, ni en nuestro ordenamiento interno, ni en el derecho internacional, un derecho a la secesión de Catalunya basado en el derecho de los pueblos a la libre determinación, puesto que España es un Estado en el cual el gobierno representa, sin discriminación, a toda la ciudadanía de su territorio.

Esto es bien sabido por las fuerzas políticas y sociales del independentismo catalán, por lo que se adaptó o acuñó el concepto del “derecho a decidir”, no existente como derecho positivo ni en el ordenamiento interno, ni en el ordenamiento internacional, y cuya existencia, naturaleza y distinción respecto del derecho a la libre determinación no es ni mucho menos pacífica.

El hecho de que el ejercicio de tal derecho a decidir se fundamente en la declaración del pueblo catalán como sujeto político y jurídico soberano no deja de incurrir en una petición de principio, puesto que se anuncia como principio justamente aquello que se pretende obtener, amén de suponer un planteamiento que dificulta las soluciones políticas que es necesario hallar, puesto que tal constructo necesariamente dificulta encontrar un marco de diálogo con las fuerzas políticas de ámbito estatal.

Así, si se afirma que el ejercicio del derecho a decidir por parte de la ciudadanía catalana produce per se efectos jurídicos, incluso poniendo en cuestión la integridad territorial del Estado, y prescindiendo del concurso de la soberanía del pueblo español en su conjunto, tal como se formula el proceso por parte de las fuerzas soberanistas, no resulta fácil distinguir el llamado derecho a decidir de una forma de ejercicio del derecho a la libre determinación en su aspecto externo, en el cual, como se ha dicho, no encuentra acomodo el caso catalán.

Sin embargo, y este es el punctum dolens de todo el asunto, la opinión que sostenga una mayoría de catalanes en relación con su organización política, económica, social y cultural es relevante desde la perspectiva constitucional. Pues lo es la que pueda ser mayoritaria entre la ciudadanía en general, debe serlo también la que lo sea entre la ciudadanía catalana, a quien el bloque de constitucionalidad que nos hemos dado ha dotado de autonomía política y ha reconocido, por tanto, como sujeto político.

La Constitución española es la Constitución de un Estado social y democrático de Derecho, que consagra en un lugar preeminente el pluralismo político como valor superior de su ordenamiento jurídico.

Esta preeminencia del valor del pluralismo político y del principio democrático, junto con el hecho de que la Constitución no contemple cláusulas de intangibilidad, deben llevar a la conclusión de que la opinión que resulte ser mayoritaria entre los catalanes en lo relativo a su organización política, a sus relaciones con el conjunto de España, expresada conforme a Derecho y de forma clara e inequívoca, aun si tal opinión cuestiona la integridad territorial que se consagra en el artículo 2 de la Constitución, debe ser oída y respetada, y traer consigo consecuencias políticas en nuestro sistema constitucional, en la concreción de las cuales concurrirá la voluntad del conjunto de los españoles junto con la voluntad expresada por la ciudadanía catalana.

No es, en el fondo, ni muy distinto ni muy distante de la solución que en su día puso encima de la mesa la Opinión de la Corte Suprema de Canadá, emitida en agosto de 1998, relativa a la secesión del Québec.

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Todo lo cual no es óbice para que, desde mi punto de vista, sea la construcción de un Estado federal, democrático y social la mejor opción para la ciudadanía catalana y para el conjunto de la española, ya que representa una oportunidad para transformar en profundidad nuestra sociedad, orientándola a la consecución de la justicia social, así como para articular la pluralidad nacional, lingüística y cultural que caracteriza a España y proyectar hacia el futuro unas nuevas bases compartidas de convivencia.

Como decía el federalista cántabro José M. Orense, "no se da fácil forma al hierro sino cuando está candente".