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Aunque la noticia ha pasado sin mayores comentarios por periódicos y telediarios, nos encontramos con que una vez más se ha aprovechado el silencio obligado por el descanso veraniego para sacar adelante medidas controvertidas. Parecería que ya nos vamos acostumbrando a que los veranos sirvan para colarnos por la puerta de atrás decisiones que suponen graves erosiones de nuestras instituciones, en una crisis --no la económica, sino la política-- cada vez más profunda.

Así, si en el verano del 2011 fue la aprobación sin ruido ni debate nada menos que de una reforma constitucional --la del artículo 135--, que en la práctica ha acabado implicando un cambio radical en las relaciones Estado-comunidades autónomas (y aún  están por ver sus consecuencias para el Estado social); el pasado verano llegaría el bautizado como decreto ley ómnibus (real decreto ley 8/2014, de 4 de julio), una nueva categoría normativa consistente en aprobar por decreto ley un sinfín de disposiciones inconexas que modificaban la friolera de 26 leyes en vigor, en un auténtico desprecio para el Parlamento como institución, innecesario viniendo de un Gobierno que contaba con una mayoría parlamentaria.

Quizás el constituyente era consciente de los riesgos que esconde el verano para la democracia y por ello el artículo 73 de nuestra Constitución establece que "las Cámaras se reunirán anualmente en dos periodos de sesiones: el primero de septiembre a diciembre y el segundo de febrero a junio", permitiendo, eso sí, la celebración de sesiones extraordinarias convocadas sobre un orden del día determinado y clausuradas cuando este se haya agotado. Sin embargo, en el año 2010, en un intento de conjurar las crítica relativas a la clase política, gracias a un acuerdo de ambas Cámaras (es decir, ni siquiera mediante reforma de los reglamentos parlamentarios), se decidió ampliar los periodos de sesiones también a los meses de julio y enero.

Pero volviendo a nuestra sorpresa anual, nos encontramos con que el Gobierno ha decidido presentar los Presupuestos en el mes de agosto, en vez de finales de septiembre como es habitual. Y sin embargo, el problema no viene dado por este pequeño adelanto de casi dos meses, ya que la Constitución no fija plazo al respecto y la Ley General Presupuestaria que regula estas cuestiones, se limita a establecer que el Gobierno deberá remitir  los Presupuestos a las Cortes Generales antes del 1 de octubre. El problema, pues, no es de plazo, sino de la propia presentación de la Ley de Presupuestos.

En efecto, la ley de Presupuestos es, como tiene dicho hasta la saciedad nuestro Tribunal Constitucional, el principal "vehículo de dirección y orientación de la política económica que corresponde al Gobierno", motivo por el cual se entiende que debe ser presentado por el Gobierno que va a ejecutarlos y que necesariamente deberá aprobar el el Parlamento que encargado de supervisar la ejecución del mismo que lleve a cabo dicho Gobierno.

La cuestión aquí es, por tanto, que aunque el presidente Rajoy decidiese agotar la legislatura y no adelantar las elecciones, estas tendrían lugar en cualquier caso antes de fin de año y, en consecuencia, el actual Gobierno no llegará a ejecutar estos Presupuestos ni un solo día. O, dicho en otras palabras, lo que está haciendo es vincular al Gobierno que le suceda, hipotecar su libertad de decisión política, obligándole a ejecutar la política económica impuesta por su predecesor. 

Ciertamente, esta no es la primera vez en nuestra ya no tan reciente democracia en que las elecciones se celebran en otoño, pero hasta ahora siempre se había respetado el orden institucional, y así ni Calvo-Sotelo en 1982, ni Felipe González en el 1989, ni Zapatero en el 2011 dejaron aprobada una ley de Presupuestos como legado a sus sucesores. Porque, no lo olvidemos, la ley de Presupuestos es una de las principales normas que el Parlamento aprueba, pero que condiciona hasta tal punto el desempeño del Gobierno que, por eso mismo, la propia Constitución, en su artículo 134, atribuye al Ejecutivo el monopolio de la iniciativa legislativa presupuestaria, o, dicho en otras palabras,  que solo el Gobierno y nadie más que el Gobierno puede presentar el proyecto de ley de Presupuestos. Lo que no se le ocurrió aclarar al constituyente (o quizá lo consideró tan obvio que no pensó que fuera necesario recalcarlo) es que el Presupuesto debía presentarlo el Gobierno que va a ejecutarlo y no otro cuyo mandato acaba necesariamente antes del ejercicio económico en el que se aplicará la ley de Presupuestos para el 2016.

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Si esto es así y el Gobierno actual lo sabe, cabría entender que existe algún interés con esa súbita urgencia en dejarlo todo aprobado. Ese interés, puede adivinarse, es el de diseñar unas cuentas bastante convenientes desde una perspectiva meramente electoralista y que, además, por un lado, en caso de ganar las próximas elecciones generales, le permitan tener las cuentas aprobadas, sin necesidad de duros pactos, en el escenario probable de unas cámaras de composición fraccionada; y por otra parte, en caso de perder las elecciones, pueda asegurarse que quien venga después no va a cambiar drásticamente su orientación económica, algo para lo que seguro que ya cuenta con apoyos desde la Unión Europea.