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Probablemente ha sido la mejor periodista con la que haya compartido este oficio. 

Tenía dos cualidades inusuales: una, su caleidoscópico interés por todos los aspectos de la vida: desde los aparentemente más prosaicos, como la moda, hasta los intelectualmente más profundos, como la ideología y la política, y otra, su capacidad de comunicarlo en un lenguaje preciso y ameno. Si, ya de por sí, cada una de estas características es infrecuente en nuestra profesión, poseer ambas resulta una rareza que convertía a Margarita Rivière en una periodista imprescindible.

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En la lejana época en la que la conocí, en la que las mujeres no acaparaban las redacciones, como ahora, Margarita constituía una especie insólita y era, sin ella pretenderlo, el espejo en el que muchos de nosotros veíamos nuestras imperfecciones y la distancia que, a nuestro pesar, nos separaba del periodismo ilusionante y sin fisuras que ella siempre supo proyectar. 

Ahora, sin ella, el periodismo ha descendido varios peldaños.