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Elogio de la mediocridad

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Durante nuestra etapa de crecimiento -que dura toda la vida- se nos intenta regar el ánimo con un vasto surtido de cumplidos. Contrario a lo que pueda parecer, la mayoría de veces estos halagos nos hacen un flaco favor, dado que nos hinchan el pecho de un aire que nos proyectará lejos y hacia atrás cuando se pinche con la realidad. 

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La excelencia ha visto su nombre regalado a situaciones y a personas de las cuales realmente no se espera mucho más. En otro tiempo un estudiante normal -que no excelente- era aquel que con 14 años sabía latín, francés, inglés y había leído el triple que cualquier excelso alumno del presente. 

Hoy llenamos a los niños con melosas alabanzas que les hacen creerse genios, ilustres, superiores. Alentamos la normalidad como excelencia, provocando que no se pase nunca de ella debido a un sentimiento falso de haber alcanzado ya suficiente sabiduría.

Subimos así personas, relaciones, estudiantes, académicos y figuras públicas en pedestales de papel, en expectativas bochornosamente bajas que percibimos como suficientes e incluso sobresalientes.

Hay desde luego verdaderos ilustres, personas de excelencia. Pero no son ellas quienes reciben los elogios, no son ellas quienes son reconocidas como lo que son.

Por supuesto mi visión es generalista y reducida al ámbito de nuestro país. En sociedades más exigentes, como la nórdica, la educación se esmera mucho más en inyectar valores en la educación, y como resultado tienen menos corrupción y desde luego ningún político con tesis o títulos falsos. 

La mediocridad es un mal alimentado y mundialmente extendido, pero no se erradicará pasándola por alto ni protegiendo faltas de respeto al mundo de la educación en un país donde todos dicen mucho, y nadie sabe nada.

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