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Carta a la aldea

Como no hay panadería, tomo el coche alemán, siete plazas con espacio para las sillas de ruedas de las abuelas. Debajo de la luna, casi transparente como alas de mariposa, no se ve la estación espacial de ayer noche.

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A dos kilómetros compro pan. En el teléfono surcoreano, recibo dos avisos de mensajes: uno de Australia de la hermana: ha hecho buen viaje; otro de México, Cancún: la cuñada ya está en la playa.

Las hayas comienzan a tomar el tono amarillo hasta completar todos los colores en pocas semanas: apoteosis de color en movimiento. A la vuelta, la radio me eleva a lo más alto: Casta Diva, del italiano Bellini, en la incomparable voz de María Callas, griega de Grecia, nacida en Estados Unidos.

El río se oye muy cerca como un beso largo. Esta semana los niños negros, marrones y blancos, que, aunque pocos, de todo hay en el pequeño pueblo, comienzan la ikastola para aprender el idioma más viejo de Europa: el euskera.

Juegan en el frontón y alborotan de gritos blancos la mañana diáfana. En esta aldea la luna y el sol son los mismos que en todas partes. Es la aldea global, pero en bonita. Te quiero, aldea. Maite zaitut.

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