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Vivimos (des)acelerados.

madrid04

madrid04 / SAMUEL ARANDA

José Antonio Malvido López

Caminamos a paso rápido por aceras  concurridas, llamamos por teléfono, escribimos un mensaje y  realizamos un selfie. Inmediatamente corremos para no perder el tren, nos detenemos  y pensamos en lo que tendremos que hacer hoy; lo hacemos y se acaba el día.

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El modelo social enmarcado en el modelo económico en el que nos encontramos sumidos nos incita a no perder el ritmo, a mantenerlo e incluso a superarlo. Vivimos en una época en la que la prisa se presenta como característica intrínseca del ser humano. Tímidamente aprendemos a desarrollar los quehaceres diarios de forma mecánica, pudiendo hablar de una prisa perenne. Sabemos dar respuesta a las vicisitudes que se nos presentan y somos capaces de lograr superarnos si la situación lo requiere. Sin embargo, este automatismo crea un desasosiego que nos encoge, nos debilita y encarecidamente nos desestabiliza.

Nos encontramos con un ser humano que en una gran infinidad de situaciones, no es capaz de reconocer su propia idiosincrasia. Nos hemos olvidado de vivir, de vivirnos y querernos para luego compartirlo con los demás. Postrados ante el miedo, la indiferencia  y el individualismo, evadimos comprometernos e involucrarnos demasiado. Huimos ante el primer contratiempo para posteriormente reafirmarnos, asegurando que hemos seleccionado la mejor opción. ¿Qué le pasa a nuestras emociones? ¿Qué le pasa a nuestra capacidad de empatía? ¿Qué le pasa a la humanidad?

Tradicionalmente desde la educación se le ha dado únicamente peso aspectos cognitivos como la atención, la percepción y la memoria; obviando aspectos como la motivación, la inteligencia emocional  o la educación emocional. Si lo que se pretende fomentar es el desarrollo de personas para la vida, no tiene sentido que sentimientos tales como el amor o la pérdida no sean tratados en las aulas. ¿Cuántos de nosotros hemos aprendido, en la escuela, cómo desarrollar el duelo de forma sana?

Hablamos, juzgamos y valoramos a los demás, continuamente, en términos cuantitativos. Desechamos todos aquellos aspectos que presentan con mayor complejidad de evaluación pero que se encuentran íntimamente relacionados con nuestros resultados académicos y nuestro desarrollo como seres sociales.

Somos individualistas. Sin embargo, continuamente nos entristecemos cuando nos damos cuenta de que los demás realizan sus actividades de forma individual, repulsando cualquier tipo de colaboración; nos molesta. Es en ese momento cuando comienza a crecer en nosotros la soledad. Una soledad reacia, real y amarga que se desarrolla en un mundo en el cual nos encontramos continuamente conectados y que nos lleva a elevar insustancialmente  este individualismo. Nos obcecamos en buscar la compañía, y tras encontrarla, la desechamos o incluso nos centramos tanto que nos olvidamos de los demás. La sinrazón de esta situación incluso nos remite a un contexto más complejo, nos impide vivirnos a nosotros mismo y conocernos para poder posteriormente vivir y conocer a los demás. Desarrollamos casi una patología con la que pretendemos que los demás nos vivan o nos hagan vivir.

El pretender ser cada uno más y pretender más, nos ha conducido a evolucionar a un tipo de sociedad que ha avanzado considerablemente  en la técnica, pero que continúa matándose y discriminándose. Tenemos conciencia de lo que nos gustaría ser, sin embargo, no queremos tenerla de lo que somos.

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